En nuestra casa las refas son obligadas. Tan obligadas que hemos optado por establecer un horario fijo porque si no las provisiones vuelan. Sin embargo, como es uno de los tiempos de comida «libre», a veces prepararla supone estar al servicio de seis «exigentes» paladares.
Un día, el reloj indicó la hora, la refri  abrió sus puertas al primer hambriento. Encontró un mango y lo pidió sazonado con sal, pepita y limón. Entregué el pedido, ya  había limpiado mis manos y el mueble de la cocina cuando llegó Emilio: «¿me podés hacer una manguito como el de Anneliese?» Va de nuez -pensé-. Entregué el pedido. A limpiarme iba cuando Ximena saltó: ¡yo también quiero mango! Minutos después llegó Fátima. Silenciosa y persuasiva me dijo: «¿Será que me podés pelar naranja, partirla a la mitad y echarle pepita?» Bueno, sácame las cosas de la refri, pue. 

Ximena fue la primera en terminar, pidió más mango y como ya no había; se resignó con la naranja. Unos segundos después, los pedidos de naranja se multiplicaron por cinco. Pelándolas, se me antojó una. Así que entregué los pedidos y empecé a saborear mi refa, en eso escuché una sentencia. Desde el baño, Nícolas gritó: «Mami ¡ya!»…  Limpieza ingrata que nubló el trozo de sol que disponía a comerme.

Soy mamá de seis hijos y directora editorial de Niu. Me confieso como lectora empedernida y genéticamente despistada. Escribo para cerrar mi círculo vital.