Fue la primera vez en mi vida que estuve en una cena romántica para ocho personas. A la luz de las velas, tomábamos vinito y nos deleitábamos con la lasagna. Las copas alzadas hacían tin-tilin y se escuchaba por doquier: ¡Feliz aniversario!
Los dueños de la Marimba cumplían once años de casados (aún somos menores de edad) y todos los integrantes de la familia compartían la emoción. La verdad es que yo estaba muy contenta pero debo confesar que la idea de cocinar lasagna me hacía temblar un poco.
Primero, porque solo una vez me había aventurado en el supramundo del máximo platillo de la pasta. Y esa vez, me quedó tieso y seco. Y segundo porque había sido una semana inquietante. Me creí la mujer maravilla y acepté más trabajo del que mis nervios resistirían. Así que hice caso omiso de mi naturaleza dormilona y me desvelé y desvelé hasta que el trabajo terminé. Entonces el viernes me dolía la cabeza, el cuello, la espalda, las extremidades, el pelo, las uñas, los lunares… me agobiaba pensando cuánto tiempo me llevaría cocer la pasta, preparar la salsa, hornear… ¡ay, no! La tentación de comprar comida china era grande, ¡enorme!
Pero, después de un mi cubetazo de agua de lechuga, me relajé y empecé a cocinar. ¡Manos a la obra y gabacha a la cintura!
Bueno, también tenía la presión psicológica de mis hijas. Ellas han degustado la deliciosa lasagna que cocina Vivi, mi cuñada. Y yo de solo pensar que la compararían, pues temblaba un poco… o me las imaginaba diciendo: Sin ofender, sin ofender pero la de la tía Vivi es más rica, más suave, más…
Bueno la cuestión es que después de varias horas (mi estufa ya sintió los once años de vida y solo me presta una hornilla), las delicias gastronómicas dijeron presente.
Al centro de la mesa, la lasagna. Rodeada de velas, las luces apagadas y una marimba hambrienta. Comimos, nos reímos, y gracias a Dios hubo felicitaciones al chef. De una sentada, el pyrex quedó vacío. Emilio tuvo a bien decir que yo debía cocinar ese platillo para cuando él tuviera novia y la invitara a cenar con nosotros. Yo, madre celosa, le dije sin ninguna diplomacia: ¡Ve, ella me va a tener que cocinar a mí! Pero al mismo tiempo pensaba: «¿Crees que te voy a dejar tener noviecita? Ñaca, ñaca».
A pesar de las rivalidades contra el incierto futuro, los dueños de la Marimba estuvieron más que felices, agradecidos por cumplir un año más de ser compañeros de camino. Y los marimberos terminaron la velada preguntando ¿cuándo vamos a comer lasagna otra vez?