Siempre que he tratado de vivir cinco minutos con la misma intensidad, nunca he podido igualar la fuerza de esos momentos. En solo 300 segundos sabrás si la vida te cambiará nuevamente, si te invadirá o no la alegría intensa que solo puede darte un nuevo hijo. Durante esos cinco minutos puedes saber cuántas veces respiras, y examinar meticulosamente todos los detalles  de la habitación en la que estás.

Aunque mucha gente afuera o a la par espere el resultado, ese tiempo lo vives a solas, es el corazón y tú. O mejor dicho, Dios, el corazón y tú.  Aunque hubo pruebas en las que yo estaba ya segura del resultado, en otras; la incertidumbre aún me acosaba. Recuerdo incluso un par de ocasiones en las que estaba atormentada. Si venía una nueva vida no sabía qué esperar y el miedo se asomaba detrás de mi hombro, frotándose las manos. Quizá fueron dos ocasiones en las que eso me sucedió. Tengo presente, que cerré mis ojos y recé. Le pedí a Dios que me diera valentía y fe. Que me hiciera saber que no estaba sola… Y así fue.    Después de los cinco minutos y comprobar el resultado, nunca me sentí abatida, sino todo lo contrario. Tuve primero, el amor inconmensurable del cielo; luego la compañía incondicional de Renato, después los abrazos de amigos… Pero antes, antes, ya me había sentido acariciada por mi nuevo bebé.

Bueno, también había reproches sobre todo cuando el estómago se volvía menos tímido y se asomaba ya debajo de la ropa. Mucha, muchísima gente con sus gestos nos decía: irresponsables, inmaduros, sobrepobladores, ingenuos, fanáticos, ¡ignorantes!..

Pero a mí no me importaba. Esos cinco minutos de espera me habían fortalecido para toda la vida. Las caricias invisibles de la vida incipiente me acompañaron en el momento de la duda, del reproche, de las lágrimas, de la alegría intensa, de la emoción. 

Soy mamá de seis hijos y directora editorial de Niu. Me confieso como lectora empedernida y genéticamente despistada. Escribo para cerrar mi círculo vital.