Adiviné la respuesta cuando Ximena me vio seriamente. Ella aún tenía cuatro meses. Mis dudas se convirtieron en certeza ese día. Sí, iba a ser madre de nuevo… ¡cuatro meses después del nacimiento de la Xime, estaba esperando bebé!
Hubo desconcierto, sí. También temor. Y del temor pase a emborracharme de alegría. Renato, por supuesto, fue mi cómplice en mi vicio del buen vivir y celebramos juntos que nuevamente tendríamos otro hijo como regalo de aniversario y de Navidad.
Pasaron los meses y supimos que era niña. El nombre no fue un problema: Fátima se llamaría. Ese embarazo fue peculiar porque estaba aprendiendo a ser madre en el día a día y, paradójicamente, poseía en plenitud la maternidad espiritual. Fátima crecía dentro de mí, compartía desde ya nuestro cariño de familia.
A pesar que todo el embarazo transcurrió sin sobresaltos, la princesa no se decidía a nacer. El doctor fue claro: si no da evidencias de querer salir, habrá que provocar el parto. Y así fue. Ese día, pasamos a desayunar a Campero con Renato, luego llegamos al sanatorio (ahora teníamos seguro privado), me pusieron el suero y a esperar el momento. El doctor llegó apresurado como si el nacimiento era inminente… no sabía a quien se enfrentaba. Como yo me conocía, llevé bajo el hombro mi prensa y el libro de Harry Potter y la cámara secreta. Las horas pasaban y el trabajo de parto avanzaba lentamente… El doctor entraba, salía, me examinaba, me preguntaba si me sentía bien… Creo que él esperaba a una mamá nerviosa y pegando de gritos ante cualquier contracción. Al fin se resignó y se unió a Renato quien veía un partido de fut en la tele de la habitación.
Alrededor de las 3:30 p.m. el trabajo comenzó en serio. Yo podía sentir cómo Fátima se acomodaba alistándose para salir, me pateaba con especial dulzura como presintiendo que ese día conocería a la que la despertaba por sus intensos ataques de risa. Cuando supe que había llegado el momento, le dije a Renato que le avisara al doctor. Ambos llegaron corriendo a la habitación. El médico me vio y con cara de incredulidad me dijo: ¿está segura de que ya está lista? La veo tan tranquila. La respuesta fue mi cara pálida ante una ya no tan inocente contracción y la respiración profunda que trataba de practicar para aliviar el dolor.
En el parto, Renato estaría presente. Algo inolvidable. Y en efecto estuvo ahí, apretando mi mano y dándome besos en la frente para animarme. A las 4:40 p.m. nació Fátima. Era una hermosura que pesaba 6.12 libras. En cuanto fue posible, la besé, lloré de la emoción (otra vez) y le dije cuánto la queríamos y la habíamos esperado. Aunque esa primera noche no la pasamos todo el tiempo juntas, pude estrecharla fuertemente y llenar sus oídos con mis palabras.
Fátima era el antónimo de Ximena. Comía y dormía, comía y dormía, comía y dormía. Conforme avanzaron los meses, era una blanca niña que tenía rollitos por todas partes y unos cachetotones envidiables. Además, sus rulos la convertían en la niña que cualquier mamá hubiese querido tener. Siete años más tarde se ha convertido en una mamá prematura: se preocupa por sus hermanos, les canta, les baila, los consuela, los comprende cuando sus papás no entienden el idioma bebístico…
Tiene una especial inclinación con Renato, es más, lo adora. Últimamente la conexión entre Fátima y yo se ha hecho más fuerte. Algunos días me pregunta: “Mami, será que hoy podemos platicar tú y yo solas”. Nuestras pláticas íntimas giran en torno a juegos, preguntas existenciales, cuestionamientos sencillos, besos y abrazos. Además, como es una coqueta sin redención, soy yo quien de vez en cuando la maquilla, le plancha el cabello, se lo acolocha, le ayuda a elegir su ropa para que cuando llegue a casa de su abuelita le digan “¡Qué linda vienes, Fátima!”
Aunque nuestra segunda hija es muy diferente a Ximena, es increíble ver cómo todo puede ser unido por el amor de familia y cómo esos ataques de risa maternos que ella sufrió en el vientre, son ahora una de sus principales características.