Las piñatas son, por definición, surrealistas. Se celebra el cumpleaños de alguien, que sí, lo más probable es que se la pase bien: pero los que más gozan son los invitados. Son ellos los que no tienen la presión de complacer a alguien, no deben fotografiarse a la par de la piñata, del pastel, de los padrinos, de los regalos, del payaso, etc… Tampoco deben sumergir su cara en el pastel y pasar un momento incómodo. No es necesario tampoco estar siempre sonriente. Un niño invitado puede hacer una rabieta y de repente se entera sólo su familia, en cambio si es el agasajado el que la hace, pues dará tela que cortar a todos los que disfrutan de su fiesta.
Dicho esto es de suponer que las piñatas son una inagotable fuente de algarabía para los niños. Cuando reciben una invitación a un cumpleaños, ponen el mismo gesto de satisfacción como cuando un adulto recibe una tarjeta de crédito sin límite de gastos.

Lamentablemente, las piñatas son cada vez más escasas. Ya sea por el alto costo de la vida, o porque los niños cada vez requieren regalos más sofisticados, lo cierto es que las celebraciones disminuyen vertiginosamente. Y pueden imaginarse, amables lectores, que los que se plantean invitar a una familia de siete miembros no llegan ni a la docena. Por eso es que Renato y yo casi veneramos a quienes nos invitan a una.
Aún así, cada fiesta infantil no deja de ser siempre una combinación de preocupaciones, impaciencias y calorías.
Preocupaciones porque hay que pensar cómo se va a vestir cada uno, no pueden ir de civil, con algo bonito hay que vestirlos. Preocupaciones porque es necesario comprar un obsequio y para eso sí somos desorganizados. Normalmente lo adquirimos pocas horas antes del magno evento y luego corremos a envolverlo. Últimamente, hemos optado porque lo pongan coqueto en una librería, pues por un extraño maleficio el tape siempre se pega en cualquier parte, menos en su lugar y cuango hay algo que envolver nunca aparece. Algunos regalos han sido humillados y pegados con goma, pero créanme que no es una buena idea. Sin embargo, es mejor que hacerlo con cinta de aislar, que fue lo que nos ofrecieron la última vez que prestamos tape.
Impaciencias, porque en cuanto nuestros hijos se enteran que hay piñata; todo mundo cuenta los días, las horas, los minutos, los segundos…  Ya en la fiesta, la impaciencia se traduce a interrogantes ¿a qué hora quiebran la piñata?, ¿en qué momento paso yo?, ¿por qué no parten el pastel?, ¿ya van a dar las sorpresas?, ¿el payaso me va a dar un premio?…
La desesperación también logra que todos se abalancen sobre los dulces: niños, niñas, ¡señoras! ¡abuelitas! ¡payasos! ¡organizadores!  De hecho cuando vemos que entre los invitados hay señoras de peso respetable, les recomendamos a nuestras hijas que no se tiren en medio… no vaya  a ser. Esa misma desesperación fue la que causó que Ximena se lanzara al infinito y más allá a recoger un dulce. Cuando lo tuvo entre sus manos descubrió que era sólo un papel.  Por último, la impaciencia se traduce en «etiqueta». Pienso que los niños creen que en honor del invitado deben comerse toooodos  los dulces el mismo día que se los dieron. Entonces se lanzan a una carrera en pro de la caries, hasta que se topan con el límite que ponen sus papás.
Y las  piñatas son fuentes de calorías porque aunque los anfitriones preparen un menú especial para niños, es raro que nuestros hijos se lo acaben todo. No hay más remedio entonces que Renato y yo comamos cuatro chuchitos, cinco porciones de pastel, cuatro vaso de horchata… veinte dulces de miel que aunque a ningún niño le gusten, siguen apareciendo en sorpresas y demás.  Una imagen típica de nuestra salida es llevar una y mil bandejas desechables con tostadas, tacos, pastel y todo aquello que nadie comió.
A pesar de todo lo anterior, en nuestra memoria no son esas imágenes las que nos causan sonrisas. Siempre que hablamos sobre piñatas, recordamos dos ocasiones simplemente cardíacas.
La primera fue cuando una noble familia nos invitó. Como era domingo, día de compartir con los primos, la noticia que los Contreras tenían una piñata se extendió como pólvora. Una de mis sobrinas me dijo: tía, yo me voy a ir contigo a la piñata. Por su forma de decirlo, pensé que ya le había preguntado a Renato y que oficialmente  la llevaríamos. Pero era obvio que si una se iba, los otros también. Al final de cuentas, debutamos en la fiesta no con cuatro niños (Nícolas aún no había nacido) sino con ¡nueve! ¡Qué clavo!  Nunca más recibimos otra invitación para acompañar a ese cumpleañero.
Y el segundo momento crucial fue en una piñata en Mac. Ahora no recuerdo la razón, pero invitamos a un sobrino. En esta ocasión sumamos a las estadísticas seis niños. La pena (vergüenza, sonrojo, trágame tierra) fue cuando la amable pero observadora empleada de Mac se dio cuenta que andaba un niño por allí, sin una familia a la que se pareciera. Entonces le preguntaron al anfitrión si «ese niño» era invitado. Él dijo que no, que no lo conocía… mi pobre sobrino estuvo a punto de ser desterrado, pero Renato lo salvó confesando que «ese niño» iba con nosotros. Entonces el ceño fruncido se convirtió en sonrisa y allí terminó todo.

De nuestra amplia experiencia en este tema, concluimos siempre que el ¡dale duro! ¡dale duro! se oye cada vez menos, pues generalmente en las fiestas infantiles hay más adultos que niños y al paso que vamos (1 ó 2 hijos por pareja) terminaremos asistiendo a tés en los que los niños puedan quebrar una piñata gracias a la tecnología Wii, en lugar de alegres -pero peculiares- fiestas de cumpleaños.

Soy mamá de seis hijos y directora editorial de Niu. Me confieso como lectora empedernida y genéticamente despistada. Escribo para cerrar mi círculo vital.