La celebración que habíamos anunciado desde mayo se consumó ayer. Bueno más que celebración fue una conmemoración. Hace seis años, en un 22 de julio, un miembro de nuestra familia voló al cielo.
Ninguno de nuestros hijos lo conoció. Renato y yo nos sentimos padres plenamente desde que la prueba de embarazo dio positivo. Yo tuve la suerte de llevarlo en mi vientre durante más o menos tres meses: Con esa intimidad que sólo conocemos quienes somos madres, sonreí muchas veces pensando en el tesoro que llevaba dentro.
Pero, un día sucedió. La alegría se tornó en incertidumbre, la incertidumbre en certeza y ésta en tristeza. Me sacudió un dolor profundo que nunca había experimentado. Mi alma se convirtió en agua esa mañana, fue líquido que escapó por mis ojos durante 2 ó 3 días seguidos. Y después, al mínimo recuerdo o alusión, el mar regresaba a mis pupilas. Pasó mucho tiempo y no podíamos asimilar el dolor. Por supuesto, cada uno vivía el sufrimiento de forma diferente. El amor y la alegría de Ximena y Fátima eran un consuelo y a la vez, anhelo… podríamos tener ya tres hijos.
Confieso que mi interior aún no quería comprender aquella pérdida. Lo entendí hasta que recientemente escribí sobre ello. Las palabras fueron el bálsamo, el consuelo que curó y convirtió la herida en esperanza.
Pasaron 3 ó 4 años sin poder siquiera contarle a nuestros hijos que tenían una hermanita en el cielo (Sé que es una niña, la próxima semana sabrán por qué). Pero, un buen día, vimos que era necesario que lo supieran. Nuestra familia es de ocho, no de siete. Por supuesto, ante la revelación no faltaron ojos llorosos y preguntas que revivían aquel momento.
Sin embargo, más allá que nuestros hijos supieran, deseábamos vivir con intensidad y agradecimiento la alegría que supone tener cuello en el cielo… Así que a partir de este año, cada 22 de julio, iremos a visitar a la Virgen de Guadalupe (la Madre por excelencia), le llevaremos rosas blancas, al mismo tiempo que en familia leemos las siguientes palabras:
Luego de este primer año, salimos de la iglesia más unidos que nunca. El dolor, forja; el sufrimiento, marca; pero el amor, trasciende tiempo, lugar y espíritus.