Ya casi cumplo un mes desde que decidí trabajar de forma independiente  y no me resisto a hacer un balance de lo que estos días de ajetreo me han dejado.  Una de las razones más poderosas por las que tomé esta determinación es porque dentro de mí crecía un gran conflicto.  Yo siempre he trabajado y ese gusanito  por resolver  los problemas  ha estado dentro de mí desde tiempos inmemoriales.  Pero últimamente, observaba a mis hijos y algunas actitudes me gritaban que debía estar más cerca de ellos.  Así que un empujoncito fue necesario para que mi vida cambiara 180 grados.

Ahora, la mesa del comedor es mi redonda sede para trabajar. La mayoría de veces comparto mi silla con Nícolas, mi atención la divido con las dudas de Ximena y las luchas por conseguir el último turno para bañarse, las preguntas sobre qué sazón llevará la carne y las reprimendas contra Rabito que quiere colarse constantemente en nuestra casa.  La verdad es que muchas veces me desespero y me dan ganas de presionar el «Mute» para concentrarme y poner cara de velocidad para que nadie me diga nada porque se entiende que estoy ocupada ¿verdad? 

Pero cada día agradezco más el haber tenido el privilegio de venirme a trabajar a mi casita.  No solo por las nuevas y, a Dios gracias, múltiples oportunidades profesionales que se me han presentado sino también porque puedo verdaderamente convivir con mis hijos. En estas semanas, he sido testigo de tantas cosas que de estar trabajando a tiempo completo no habría tenido  ni siquiera conciencia:  la posibilidad de consolarlos cuando lloran por situaciones que yo ignoraba, de reírme con ellos, de salir a jugar matado sin ninguna pena, de ver cómo barren, trapean, lavan el baño y demás oficios… de ver cómo crecen. 

Los primeros días de estancia completa, pensé que los iba a marear. Ya en un post confesé que a veces me entra el complejo de militar y los ando poniendo firmes.  Pero la verdad es que ahora, los domingos una de las preguntas  obligadas es ¿qué días de esta semana vas a salir?  Les digo las proyecciones pero les advierto que podrían variar.  Emilio, respira con tranquilidad cuando sabe que estaré en la casa para su cumpleaños.  La verdad es que ahora, son ellos los que me llevan la agenda. Saben qué día salgo, a dónde voy, a qué hora regreso, con quién y para qué estoy hablando.  Una mañana me llamó una amiga y Emilio respondió: «No está se fue a una reunión».    

Ahora, los días en los que no salgo a reuniones igual debo tener disciplina para trabajar porque sí no, después me lleva la trampa. Entonces como la vida es la vida, me di cuenta que si no era enérgica esto no iba a funcionar. De modo que uno de los primeros días, les dije:  «Bueno chicos, yo estoy aquí por cualquier cosa pero necesito trabajar en la mañana. Así que el horario de la casa ya está «publicado» en la puerta, la capitana de hoy es Fátima y ella va a coordinar los encargos y que sigan el horario. Si hay alguna duda o cuestión de fuerza mayor, me dicen.   El plan ha funcionado bastante bien. Me permite avanzar con mis «chances», a cierta hora tener a mis hijos leyendo junto a mi «lugar de trabajo», almorzar con ellos, tomarnos nuestro cafecito vespertino, salir a explorar nuevas posibilidades de diversión, morirme de la risa viendo iCarly junto a ellos, cantar con la radio Disney y un largo etcétera.

Buena parte de los caprichos de pre-adolescentes han desaparecido, también algunos berrinches insustanciales. Y creo que la clave  ha sido que cada vez que me los encuentro, los apapacho, los abrazo, les planto un beso y les digo que los quiero.  Los comprendo un poco más porque comparto su contexto, su yo y sus circunstancias. Y hasta ahora, no he encontrado nada que valga más que eso.

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El título de este post se lo debo a Arjona…

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Soy mamá de seis hijos y directora editorial de Niu. Me confieso como lectora empedernida y genéticamente despistada. Escribo para cerrar mi círculo vital.