Después de tener tres niñas, fue difícil hacerme a la idea que el próximo bebé era un varón. Cuando fuimos al ultrasonido y sonó el redoble de tambores que anunciaría el sexo del bebé, yo estaba convencida de que era niña. Renato, en cambio, pensaba que no. Y en efecto, ganó la intuición masculina.
¿Un niño? ¿Y qué voy a hacer yo con un niño? ¿Cómo lo voy a tratar? ¡Auxilio! Por supuesto, la atormentada era yo. Renato estaba de lo más tranquilo. Total, los hombres entienden a los hombres ¿no?
Al final de los meses, nació Emilio. La elección del nombre nos costó tanto, tanto. Fue peculiar porque desde que esperábamos al primer hijo habíamos decidido que si era hombre se llamaría José Joaquín. Pero a la vuelta de los años nos arrepentimos y el nombre sólo quedó en el imaginario familiar.
Por supuesto, la pregunta obligada de las amistades que visitaban a la madre nuevamente primeriza, era ¿es muy diferente tener un niño? Y, pues… no sé, ahora que sólo duerme, come, sonríe y llora… no hay diferencia. Yo me sentía igual de mamá, igual de feliz. Pero a la vuelta de los meses, descubrí esa diferencia. Las sabias abuelitas dicen que los ojos son las ventanas del alma, y justamente la diferencia de tener un niño o una niña, la descifré en la mirada de Emilio.
Es esa mirada como enamorada, con la que los varones miran a sus mamás. Somos la mujer de su vida, así de sencillo. Digo yo que por eso, a nosotras nos cuesta más ser suegras de nuestras nueras que de nuestros yernos…
En fin, empezó con la mirada y luego cientos de descubrimientos. Los intereses, las preguntas que te plantean, las muestras de cariño que te piden y que te dan; la descomplicación para vestirlos y peinarlos, el eterno devenir de jugarretas, el hombre araña en lugar de las princesas, saltos triples mortales a media sala, la necesidad imperiosa de que la tierra forme parte de la ropa…
Ahora, cuando veo a los ojos a Emilio y a Nícolas, pienso ¿qué habría hecho yo sin un niño?