Lunáticos nos sentimos Renato y yo luego de permanecer dentro del carro esperando que una interminable cooooola nos llevara a las puertas del zoológico. Luego descubrimos que no era solo esa piedra de tropiezo, sino que el parqueo se había mudado a las calles vecinas y también a las lejanas, que para ingresar al santuario animal debíamos hacer fácil unas ¡dos cuadras de cola!.. Para esto, todos teníamos hambre, frío, los marimberos bailaban para remediar sus necesidades fisiológicas y la perspectiva de entrar rápido se escapaba junto con el sonido de contentura que salía del zoo.
No sé qué nos llevo a permanecer en nuestra meta de disfrutar de una noche de luna. Seguramente fue la ilusión de nuestros hijos y el adivinar la emoción que los invadiría cuando estuviéramos frente a las jaulas más populares. Bueno, la cuestión es que luego de esperar pacienzudamente y de seguir las miles de huellas de los que entraron primero, ¡al fin! ingresamos a La Aurora.
¡Ah! pero antes yo tuve a bien, llamarle la atención a un amable señor porque pensé que se nos estaba colando. ¡Qué clavo! Fue Ximena la que me dijo: No, mami. Él iba en la cola. Gracias a Dios la escuché a tiempo sino la vergüenza habría sido mayor. Por cierto, el comentario de mi primogénita me dejó pensando. Sin tapujos me dijo: Vaya que andabas de buenas, mami.. porque si no. ¿Si no qué? pensó mi mente brincona… pero todavía tuve la decencia de responder: Si, verdad.
Pero ya adentro, los cansancios y el hambre se diluyeron. Todos felices veíamos cómo el león caminaba, la leona estaba sobre un tronco y cómo los hipopótamos descansaban fuera de su piscinota. Junto a quinimil personas ingresamos al herpentario a observar a las serpientes, nos conmovimos en la «sala cuna» en la que dormían un bebé-mono zaraguate, pichones de codornices y un precioso puerco-espín. Nícolas se quedó prendado de la jirafa. Todo el camino, se fue diciendo ¡afa, afa! y señalaba para atrás para que todos regresaramos a la primera jaula.
A pesar de la oscuridad nos gozamos el paseo. Aunque creo que yo andaba un poco obsesiva con que todos se dieran la mano… a cada poco preguntaba ¿dónde está Emilio? ¿Fátima? ¡Anneliese no le suelte la mano a su hermana!… Ximena me acusaba a cada momento de que le apretaba mucho la mano… seguramente eran los nervios nerviudos de perder a alguien en aquella negra noche.
Al final del recorrido, tuvimos a bien encontrar como cinco prójimos que exhibían culebras. Casi todos las tocaron, yo miedosa no me atreví… Pero lo bueno es que a esas alturas del viaje, ya el hambre nos tocaba el hombro para recordar su presencia. Decidimos entonces emprender camino e ir a saciarnos a un rapi-restaurante. Allí como si fueran las tres de la tarde, mis hijos jugaron, saltaron y gritaron. Mis ojos empezaron a cruzarse y no hallaba las horas de aterrizar en mi camita. Al fin, el ocaso de las papas fritas y del agua gaseosa fue el pretexto perfecto para partir. En el carro, todos opinaban cuál fue su animal favorito y comentaban la experiencia.
Cuando llegamos, Sebastián estaba felizmente dormido. Lesbia, mi cuñada, contenta porque leyó la felicidad en el rostro de mis hijos. Y Renato y yo, cansados pero contentos porque a pesar ser noche de luna no nos convertimos en hombres lobo sino en papás ilusionados por un paseo en familia.