En las primeras ocasiones, la Luna se ponía celosa…  no le agradaba que el Sol fuera también dueño de las horas de pijamadas que organizaban nuestros pupilos.  Poco a poco se fue acostumbrando. Y ahora, aunque las parrandas se armen a deshoras, ella siempre se asoma curiosa para reírse de las locuras de una marimba fiestera.
Así son algunos días en nuestro cuartel general.  Resulta que mis hijos no solo fundan clubes, sino también son buenos organizando eventos. Su especialidad son las pijamadas.  El día que deciden olvidar sus penas y embriagarse de hermandad, generalmente es sábado.  La consigna es no gastarse el quetzal que ese día les darán sus papás, juntarlos todos y comprar muchas provisiones para  las largas horas de algarabía.
Así, regresan de la tienda cargados de nachos, botonetas y todo lo que sus humildes cinco quetzales les permitan comprar. Bueno, siempre han sido Q4.50 porque aunque a Nícolas le explican y le explican el carácter comunitario de su pesito, él no renuncia a su bolsita de Lunitas. En cuanto regresan de la tienda,  busca un recipiente para echarlas, separarlas por colores y devorarlas con tanto gusto como si estuviera comiendo caviar.  Y en los últimos tiempos, los parranderos han tenido que apretarse el cinturón pues a Ximena le parece que eso de las pijamadas es cosa de bebés y ya no accede a donar su pistillo, así por así.   Ni modo, el recorte presupuestario se presenta en cualquier lugar…
Ya que la comida está lista, siguen con las bebidas.  Emilio y Anneliese son los encargados de preparar el fresco y llevar los vasos. Más de una vez, la fiesta ha sido frente a la laguna… de Rosa de Jamaica que botaron en medio del cuarto.  Fátima administra la comida, piensa en los entretenimientos que serán el alma de la fiesta, busca las colchas que darán el toque de oscuridad necesaria para toda pijamada y, por supuesto, se peina y arregla para ser una buena anfitriona.
Cuando todo está listo, se reúnen y en menos de lo que canta un gallo, resultan peleándose. Ya sea por el derecho al territorio, a la comida, a la colcha tal, a las normas de los juegos… por uno y mil motivos.  Ximena me mira y casi puedo adivinar que está pensando ¿ves?, por eso no juego.  Cuando los ánimos se calman, Nícolas no perdona las armazones y llega a desbaratar las tiendas de campaña, a exigir comida, a gritar, a tocar la flauta y no con una melodía precisamente acorde a la serenidad que debe acompañar cualquier actividad nocturna o por lo menos que aspire a serlo.  Esto parece desesperar a los invitados quienes aciertan a tomar lo que puedan de comida y huir despavoridos. 
Luego vendrán los llamados al orden: ¡Doblen esto! ¡Guarden aquello! ¡Recojan lo otro! ¡¿Quién dejó las colchas tiradas?! ¡Muchá, esos vasos! ¡Los platos…! 
Total, la pijamada no dura  más de 20 minutos;  después de ese tiempo, cada uno de los organizadores retoma sus tradicionales y diurnas actividades.
Soy mamá de seis hijos y directora editorial de Niu. Me confieso como lectora empedernida y genéticamente despistada. Escribo para cerrar mi círculo vital.