Con frío, con calor; con salud, con enfermedad; en la pobreza o en la abundancia… mis hijos se han casado con la piscina.  Todos y cada uno levantan sus copas al aire para brindar mientras el inflador hace su trabajo.  La magia de una piscina en casa la descubrimos hace tres o cuatro años, cuando nos enfrentábamos al reto de cómo mantener a nuestros hijos entretenidos durante  toooda una semana, sin casi salir de nuestra casa.
En esa oportunidad, Ximena y Fátima eran las más entusiastas. Anneliese aunque pequeña ya se echaba sus chamuscas en el agua. Emilio solo quería estar con sus papis, y eso de la piscina le producía poco agrado. A la vuelta de los años, es Emilio el más entusiasmado por zambullirse hasta tostar su piel a ritmo del sol.  Cada lunes pregunta ¿esta semana podemos inflar la piscina?  Sí, pero el sábado.
Con la paciencia que lo caracteriza, llega el sábado. Y el rito inicia muy temprano. Limpiar el área, extender la piscina, inflarla, llenarla a manguerazo limpio,  esperar que el agua agarre un poco de saborcito, elegir calzonetas, toallas, zapatos de agua, salidas de baño, etc. etc. etc. 
Aunque el sol no haya pegado del todo en el agua, los más valientes y desesperados, dan los primeros clavados. El resultado: cuerpos morados que se resisten a dejar el agua.  Yo, normalmente lavo ropa u ordeno mil cosas adentro porque no soy hija del sol y sus rayos me debilitan casi instantáneamente.  Sin embargo, me veo forzada a estar cerca pues Nícolas es de los que se mete al nomás estar lista la piscina y a los 10 minutos ya quiere salirse, a los otros 10, quiere volver; a los otros 10, salirse…  
Además, Emilio es fan de comer fruta en la piscina. Han improvisado, para esto, asientos para tomar el sol y alimentarse al mismo tiempo. Así que la pregunta más frecuente es: ¿hay piña, naranja, pasas o «algo» de comer? 
No faltan, por supuesto, las demostraciones de clavados, estilos de natación, inventos de juegos y saludos acuáticos… Todos están allí hasta que llega la hora del almuerzo. Acceden a interrumpir su diversión, con la promesa que después de almuerzo podrán continuar sumergidos. Comemos y mientras Renato y yo tomamos cafecito, ellos ya están nuevamente practicando el estilo mariposa. 
Cuando al fin salen, queda la última ducha: debajo de la regadera deberán enfrentar al jabón y quedar limpios de todos los estragos de la piscina.  Yo siempre guardo la esperanza que a las 17:30 horas, todos caerán redondos por efectos del agua, del sol, del braceo… pero ya sé que me engaño. Ese día, normalmente terminan gritando por toda la casa, haciendo clubes, guaridas y demás. Y no digamos cuando la piscineada ha sido comunitaria y la han compartido con primos y más primos… el asunto va más allá.
Siempre que los veo en esos andares acuáticos, recuerdo un sueño que tuve en mi adolescencia. Yo no sé nadar y le tengo miedo al agua, así que mi sueño me parecía extraño, muy extraño. En una de esas febriles noches, vino a mí la imagen que estaba participando en los Juegos Olímpicos, nada más y nada menos que en natación. Lo más sorprendente todavía no había llegado.  Me lancé al agua, después de mucho esfuerzo, llegué a la meta y oí: Andrea Motta, ganadora de la medalla de oro, en el estilo «perrito»
Soy mamá de seis hijos y directora editorial de Niu. Me confieso como lectora empedernida y genéticamente despistada. Escribo para cerrar mi círculo vital.