Casi un año después que nos cambiamos de casa, la nostalgia  subió bastante en las vacaciones. Todos anhelábamos nuestros oxigenados pedazos verdes para jugar, saltar, bicicletear, caminar. Ese ambiente tranquilo que se respira, no tiene precio. Mis hijos pedían a gritos salir de la casa y Renato y yo gritábamos en silencio por encontrar una alternativa para pasear a precio de docena.

De repente, la generosidad se hizo presente. Gracias a los buenos oficios de una gran amiga, un amable matrimonio abrió las puertas de su casa en la playa y la marimba partió feliz, felicísima a broncearse… Los preparativos parecían infinitos, tanto que yo sentía que en lugar de ir al puerto nos íbamos a Europa. Pero logramos la meta: el martes partimos desde muy temprano.

El calor nos empezó a abrazar a medio camino. Por supuesto, todos preguntaban cuánto falta para llegar, cuántos kilómetros, cuántos, cuántos…Llegamos al fin y la casa era un ensueño. Había verde por todos lados, un rancho enorme y precioso, un lago en el que los peces nadaban despreocupados… aunque después de un momento, sí tuvieron por qué alertarse, porque de peces pasaron a pescados y luego a banquete. 

Luego de contemplar la vida acuática, mis hijos pasaron a ser parte de ella. Entusiasmados se cambiaron y ¡al agua patos! Nunca me explicaré cómo los niños pueden pasar tanto tiempo en una piscina. Hacían parapetos, jugaban con la pelota, saltaban, se daban sus clavados, se perseguían. Lo divertido era ver la diferencia entre niños y niñas. Anneliese, por ejemplo, cuál modelo se bronceaba con la típica pose de una modelo, Fátima (segunda madre de nuestros hijos) cuidaba a Sebastián, la Xime sacaba a colación datos interesantes de la vida, la ciencia y demás, mientras estaba sumergida. Emilio y Nícolas eran unos trompos: andaban por aquí y por allá. Y el Sebas, aguantó tanto tiempo en el agua que me sorprendió.  

En el viaje conocimos a las encantadoras Carmen y Mónica. Ellas nos ayudaban a cocinar y a que la casa estuviera ordenada pese al alto tráfico de marimberos. Ambas quedaron prendadas de la dulzura de Nícolas. Fueron ellas quienes nos enseñaron el camino a la playa y quienes nos animaron a ver el atardecer. La ida al mar fue inspiradora. Yo soy de naturaleza miedosa y le tengo respeto al océano. Pero, esta vez no pensé tanto en mis temores, sino me dejé maravillar. Los pelícanos cruzaban a cada poco el cielo…  un sueño. Fátima (de vestido y sombrero) buscaba incansablemente conchas y caracoles: reunió un buen número. Sebastián y Nícolas construían castillos en la arena. Y todos los demás, nos dejamos batir por el mar, abrazar por su deliciosa y suave espuma, invadir por la negra arena y reímos como solo en el mar se puede hacer.

El regreso a casa se aceleró, pero a pesar de eso, nos dimos cuenta que en la playa el tiempo se detiene. El reloj es benévolo y avanza lento; el amor y la unidad penetran profundo. Volvimos hace apenas un día, pero creo que la energía que nos inyectó el trópico durará varias semanas más. 

Soy mamá de seis hijos y directora editorial de Niu. Me confieso como lectora empedernida y genéticamente despistada. Escribo para cerrar mi círculo vital.