En una de las entrevistas de trabajo a las que he asistido en mi vida laboral, creo que me consideraron una de las mujeres más ingenuas (por usar una palabra bonita) del mundo. Y todo fue por una afirmación que hice y que a mis entrevistadores les ha de haber parecido divertida pues los dos se vieron y me di cuenta que hacían esfuerzos para no reírse frente a mí. Hasta hoy, no sé si valió la pena decir lo que dije en esa oportunidad pero la verdad es que cada vez me convenzo más y más de que aquella ingenuidad es algo que toda madre (y padre) encarna.
No recuerdo qué pregunta me hicieron, creo que fue algo así como el desarrollo de habilidades ejecutivas… Yo, madre orgullosa, respondí desde mi experiencia profesional pero también desde mi perspectiva de cabeza de familia. Les dije algo así como: «pues creo que las exigencias que supone combinar familia-trabajo le dan a uno la oportunidad de desarrollar muchas aptitudes: organización, orden mental, facilidad para distinguir lo urgente de lo importante…» De esto ya hace ocho años, pero es increíble como esa ingenuidad se ha convertido en una de mis herramientas para mantener mi intelecto trabajando.
Además de las habilidades que mencioné anteriormente, también me he dado cuenta que el andar de un lado para el otro haciendo oficios en la casa y tratando de atender a toda la mara, me ha hecho un poco más serena ante los pequeños problemas que se enfrentan en el hogar. El lunes, por ejemplo, Emilio se dio un golpazo que ¡ay Dios mío! Yo hasta pensé que se había fracturado la nariz. Bueno la cuestión es que lloró y gritó del dolor, sangró, sangró y sangró y al final del accidente tenía una mega-inflamación. Yo me veo y pienso que antes, mi reacción habría sido llorar con él y atolondrarme como el mono que sale en la película de Toy Story 3. Pero ahora, resultó que con la mayor serenidad (casi sangre fría, diría yo) de la que soy capaz, lo levanté del piso, lo limpié, logré que la hemorragia se detuviera, lo consolé, le di un analgésico y muchos besitos. A la vuelta de los días, el pobre aún tiene la cara morada y la nariz inflamada…
Lo otro que me ha sorprendido es el orden mental que se va adquiriendo. En mi trabajo, lo normal es que programe las actividades diarias y les señale una prioridad. Eso me permite adelantar con lo importante y encontrarle un espacio a uno que otro urgente. Pero ahora en mi casa, resulta que la mayoría de actividades son importantes y los urgentes aparecen por allí de vez en cuando. Preparar el almuerzo, atender a Sebastián, darle de comer, terminar de bañar a Nícolas y vestirlo, hervir pachas… Digamos que leído en blanco y negro pues uno dice: sí, sí debe hacerse esto y lo otro pero cuando las actividades son simultáneas es cuando entra en juego el juicio racional y otra vez la sangre fría para no angustiarse porque, por ejemplo, Sebastián despertó llorando amargamente mientras iba a la mitad del baño de Nícolas y debo apurarme a «desaguarlo», sacarlo del baño y vestirlo en un tiempo récord, sin que el atolondramiento me gane. Estoy segura que todas las mamás vivimos momentos como éste, así que en el contexto de una oficina quizá nos resulta más sencillo guardar la compostura ante algún inconveniente, imprevisto o exceso de trabajo.
Lo cierto y lo más valioso de todo esto (lean bien que voy a hacer una confesión importante) es que a estas alturas de mi vida, ya no me estreso porque mi casa esté brillante o quizá porque no logre lavar a tiempo una torre de babel formada por trastos sucios. Quizá algunos piensen que soy un ama de casa descuidada pero la verdad es que siempre que ando corriendo por atender a mis retoños y miró «algo» que no quisiera que estuviera allí (ropa sucia, juguetes tirados, ropa sin doblar…) vienen a mi cabeza dos de los mejores ideas que he escuchado en mi vida: «Tu casa es UNA CASA, no un museo, no todo debe estar impecable», «el piso no se rajará por estar sucio, el alma de tus hijos sí se puede rajar». Digamos que el asunto no es relajarse y vivir en la podredumbre sino únicamente estar dispuesto a mentalizarse en que la atención a los hijos debe estar siempre antes que la limpieza. Si llega, por ejemplo, Fátima a decirme si puede hablar conmigo «a solas» y apenas estoy a la mitad de la lavada de platos, pues mi decisión radical es quitarme el jabón, secarme y a platicar pues, aunque la torre de babel siga creciendo en pisos.