Nuestro nuevo marimbero fue bienvenido desde el primer minuto que supimos de él. Bienvenido y querido.  Cuando lo tuvimos en nuestros brazos nos cautivó inmediatamente. Ahora que sonríe y nos mira con tanta transparencia, la verdad es que nos tiene más que conquistados. 

Personalmente, lo veo y mi corazón siente algo que no sintió nunca. No es preferencia, si no un sentimiento extraño. Se debe, creo yo, a que sé que Sebastián será mi último bebé.  Por razones médicas un tanto serias, no podré gozar más de la maravilla de llevar a alguien en mi vientre.  Y aunque siempre he tratado de gozar cada una de las etapas de mis hijos, con Sebastián me brota cierto apego a su día a día.  Sus sonrisas, gritos, llantos… todo tiene una dimensión distinta. Lo veo y lo abrazo con mucha fuerza, me conmuevo ante sus ojos enamorados y cuando descubro que me ve y sonríe. 

A mis hijos, creo que les pasa algo parecido.  Sin excepción todos están pendientes de él. Son niñeros dedicados y exigentes.  Le dicen de todo: «Gordito feliz», «Sebas» y «Sebastiancito».  Lo cargan y cualquier roce con él es considerado como un beso. Mueren por cambiarlo (menos cuando hace del 2, por supuesto), darle de comer y acompañarlo en sus horas de lucidez. Es el confidente ideal para sus penas y el mejor espectador para sus cantos.

Cuando una lectora recurrente de nuestro blog, leyó «El sol de nuestra marimba« me dijo que comentara por qué Sebatián era mi sol.  Le di cuatro meses de vueltas  y luego de este tiempo he concluido que:  es mi sol porque iluminó mi sentido de la maternidad, ahora la vivo con peculiar intensidad, ahora entiendo que yo no tengo ningún mérito para ser madre de seis hijos… que la maternidad no es un derecho sino un regalo. Un regalo invaluable.

Soy mamá de seis hijos y directora editorial de Niu. Me confieso como lectora empedernida y genéticamente despistada. Escribo para cerrar mi círculo vital.