La Semana Santa llegó con su olor a corozo y una interminable lista de gustitos de Emilio. El anuncio lo hizo días antes: «¿Me puedes cocinar pollo asado, ponche, chocobananos, chocopiñas, pastel de chocolate..?» Yo me imaginé instantáneamente con un pañuelo amarrado a la cabeza, una gabacha y cerrando con el pie la puerta del horno. Aunque la imagen no va con mi personalidad de madre-hippie, con pañuelo o sin él me di a la tarea de tomarme en serio los gustos culinarios del cuarto de mis hijos.
Así que el Domingo de Ramos la lista del mercado se volvió larga, muy larga. Y si así fue la lista, se imaginan a cuánto ascendió el pago. Pero el objetivo se cumplió, por lo menos los primeros días. La refri estaba llena de fruta y comida por preparar. La ilusión de estar en el Jardín del Edén murió cuando la abundancia de frutas fue cediendo demasiado rápido respecto del paso del tiempo. Para el miércoles, la mayoría de provisiones había rendido su pase al calor. Algunos de los gustos no habían sido satisfechos todavía…
El lunes había debutado mi descanso preparando pollo asado y una GRAAN olla de ponche, que por cierto alcanzó para unos pocos días. Ese día, mientras desayunábamos, Ximena fue por lápiz y papel para anotar todas las actividades que quería hacer esa semana para organizar qué día haríamos qué. La semana terminó bastante diferente a como la habíamos planeado… pero fue una semana fructífera y feliz.
Todos, en la medida de sus posibilidades, ayudaban en las tareas del hogar. También fue una semana de coquetería y algunas compras extra. Fue una semana de aventuras en casa de los primos, pues mis hijas mayores se quedaron a dormir en la casa de uno de mis hermanos y como la aventura se repetiría el sábado de Gloria, Emilio decidió que lucharía con todas sus fuerzas para quedarse él también. Así, le prometió a mi hermano que no lloraría durante toda la noche y que no llevaría pacha para evitar accidentes nocturnos. Con el pesar de sus hermanas, Emilio fue aceptado para la pijamada y lo más alegre es que cumplió con sus dos promesas.
Para culminar la semana, Renato y yo llevamos al zoo a nuestros hijos. En cuanto bajamos del carro, los dos morimos del susto: había quinimil gentes haciendo cola, el sol estaba de muerte y Nícolas no quería caminar. Así que no tuvimos más remedio que buscar la fila más corta, cubrirnos del sol como pudimos y respirar profundamente hasta que entramos. La ilusión de ese paseo era ver al tigre de bengala, a los camellos y a la otra nueva adquisición que ahorita no recuerdo cuál era.
La pasamos bien, aunque terminamos curtidos por el sol. Ya por la noche, la morada de la marimba era otra. Cuatro niños habían emigrado a otra casa. Nícolas jugaba a ser hijo único y sus papás, jugaban a descansar, a comer con paz y tranquilidad, a dormir un poquito más. El domingo de Resurección llegó con la algarabía de siempre. Mis hijos-huéspedes se levantaron muy temprano para ir a ver alfombras con su tío, ayudaron a elaborar una y vieron la procesión de Jesús Resucitado, una y otra vez.
Casi una semana después, Emilio me interrogó a quemarropa «¿Por qué ya no hiciste el pastel de chocolate?» Me quedé sin excusas, él rápidamente dijo: «ya se acabaron las tortas y no hemos hecho el pastel, eh, eh…»