¿Tigre o helicóptero?  ¿Devorar o proteger?  Ese es el dilema que hace algún tiempo sacudió  a la mitad de EEUU y que planteaba Amy Chua en su libro Himno de la batalla de la madre tigre. Imagino yo que a raíz de este libro, muchos gringuitos se plantearon la conveniencia de chinear o no chinear a sus hijos. Yo también me lo planteé, sobre todo después de ver un reportaje sobre los padres helicóptero, llamados así porque sobrevuelan a sus hijos todo el tiempo. Con su permanente vigilancia, desean asegurar que todo salga bien.

Que si el niño estornuda, se limpie bien; que responda a todas las preguntas de sus amigos o maestros; que gane todos los juegos, que no se acerque a las bacterias, que…  bueno, yo digo que ha de ser agotador ser padre helicóptero (aunque uno ande volando). Pero también digo que quizá este tipo de padres tenga sus degrades

Y lo digo porque a veces yo misma he caído o por lo menos me he visto tentada a creerme una madre todopoderosa y lograr que todo le salga bien a mis hijos y sucesores. Pero después lo pienso bien y creo que soy una extraña amalgama y entonces supongo que soy del grupo: 
tigre del aire.

Recuerdo muy bien que cuando mis hijas empezaron a ir al colegio, por alguna razón yo no podía dejarlas peinadas y el encargado era Renato.  Entonces, se iban al estilo libre. Imagino que las maestras veían aquellas cabelleras y se ponían nerviosas. Tanto que un día, Fátima regresó con media cola  «agarrada» con masking tape. Cuando yo llegué a casa después del trabajo ¡todavía la tenía!  Me ha de haber dado la indignación porque recuerdo muy bien que a la vuelta de los días le comenté a una mi amiga que cómo era eso que a las niñas las mandaran despeinadas y que además les armaran colitas con ¡masking! y que iban a pensar que no tenían madre y que… Ella me respondió como solo saben responder las verdaderas amistades: Pensá qué es lo que más te importa, si que tus hijas se vayan despeinadas o el qué dirán o pensarán sobre ti.  Meeeejor me quedé calladita porque ya sabía la respuesta. 

Y a partir de ese recuerdo, muchos otros: cuando le he sacado la lengua a otras niñas porque le hacían caras a mis hijas, cuando me han caído mal las personas que no valoran en toda su inteligencia, candor y talento a mis hijos…  bueno ya no me sigo confesando. Solo quiero recordar una anécdota en la que alguien jugaba a ser madre helicóptero  y yo estaba a punto de devorarla como todo un tigre.

Fuimos a una mañana deportiva del colegio de mis hijas, y Anneliese jugaba memoria. Su oponente era una niñita un poquito mayor que ella. Yo estaba sentada, cruzando los dedos de pies y manos para que la colocha ganara.  Pero empecé a ponerme verde cuando la mamá de la niña se unió al juego y le decía qué ficha era la que tenía que levantar. No me faltaron ganas de irme yo a la otra esquina del cuadrilátero y ayudar a mi hija. Pero me ganó el dominio propio. Me quedé sentada, esperando a ver qué pasaba. El resultado fue que Anneliese le ganó a madre e hija, y yo orgullosa salí con una sonrisa de oreja a oreja. Hacia una oreja por haberme quedado sentadita y dejar que mi hija se las viera a solas, y hacia la otra oreja porque soy mala onda y quería que la mamá helicóptero se diera cuenta que yo iba feliz de la vida.

Pero bueno, la verdad es que creo que es un arte eso de ser tigre del aire:  dejar que se caigan y se levanten, que lloren un poco, que sepan que no todo lo hacen bien a la primera, que encuentren alternativas a las dificultades, que enfrenten situaciones, que sepan perdonar o negociar en lugar que su mamá les ayude a sacar la lengua a quienes los molestan. Ya lo dice la sabiduría popular: ni mucho que queme al santo ni poco que no lo alumbre.

Soy mamá de seis hijos y directora editorial de Niu. Me confieso como lectora empedernida y genéticamente despistada. Escribo para cerrar mi círculo vital.