Nícolas ha estado chipe en estos últimos días. Ha de intuir que la hora de dejar el trono se acerca cada vez más. A veces me pregunto cómo reaccionará: a él le encantan los bebés, los de la tele, los de carruajes ajenos… todos son bienvenidos para recrear sus pupilas y practicar además un sonido ternurístico cada vez que observa uno. Pronto se sabrá el desenlace. Pero lejos de esto, he de reconocer que este embarazo ha sido especialmente conmovedor.
Asumo que la edad influye en que una madre se vaya sintiendo más apegada a la maternidad. No quiere decir esto que la fogosidad de la juventud no permita valorar profundamente el ser portadora de una nueva vida. Sin embargo, cuando veo en retrospectiva, debo reconocer que hay mucho que ha cambiado en mí desde el primer embarazo hasta éste (que en mi caso es el séptimo). Mencionaba lo de la edad por varias razones. Primero porque me parece que la perspectiva que se va adquiriendo con el inevitable pasar de los años (¡bua!) aporta una dimensión profunda. Es posible pasmarse ante una caricia del bebé que crece dentro de mí y no salir de ese sopor por algún tiempo. Es más, es totalmente real abrazarlo física y espiritualmente a esa nueva criatura, incluso cuando aún está adentro. Y, sin ser fatalista, creo que en cada embarazo uno se plantea (yo, por lo menos): ¿será el último? ¿De aquí en adelante, solo podré recrear estos maravillosos momentos o tendré la oportunidad de volver a vivirlos?
Obviamente, el estar embarazada y convivir con una familia numerosa tiene también una larga lista de peculiaridades. Aún recuerdo mis caprichos de madre primeriza, las dormidas eternas porque estaba excesivamente cansada, las consentideras de Renato cuando yo decía que ya no podía más (la verdad es que podía bastante pero había que aprovechar las circunstancias, ¿no?) Ahora, mucho de eso ha quedado en un segundo, tercer o cuarto plano. Sin embargo, lo que está siempre presente es recibir más afecto y atenciones por parte de todos los marimberos.
Ximena, siempre aterrizada en la realidad pero a la vez muy niña, llega y me abraza fuerte. Pareciera que sus brazos quieren protegerme, darme fuerzas para seguir con el día a día, asegurar que su mami está bien. Normalmente me pregunta ¿por qué no puedes comer tanto? ¿Por qué ahora te duele más la cintura? ¿Por qué este bebé tiene una posición diferente? ¿Por qué el doctor dio tal o cual recomendación?
Fátima, en cambio, más cariñosa que aterrizada me da unos besos enormes, le encanta acariciar mi vientre abultado, esperar que su hermanit@ patee fuerte. Le ilusiona ver los regalos que recibimos, los abraza y le gusta imaginar cómo se verá el nuevo integrante luciendo tal o cual trajecito. Anneliese, va y me hace compañía en mis minutos de reposo. Me pregunta lo que no entiende sobre el embarazo, me mira a los ojos y me sonríe tiernamente. Ella era la que en cada cita con el doctor preguntaba ¿hoy si te van a sacar al bebé? Y por supuesto, por muchas razones le emociona que su hermanito nazca, pero la principal es que después de su nacimiento ella sabe que su cumpleaños se acerca…
Emilio y Nícolas aún actúan de forma inconsciente, la mayoría de las veces. Igual que siempre, me regalan besos tronadores, llaves al cuello y apachurramientos en el vientre que seguro su herman@ recordará en sus pesadillas nocturnas.
Todos, se agolpan ante la pantalla del ultrasonido para ver a su hermanito; toman partido en las apuestas de sus padres (¿será niño o niña?), celebran y observan los regalos de baby shower, se quieren echar loción de bebé y dan aportes de las cosas que faltan para que su hermanito llegue a un nido acolchonado.
Renato, en el trajín cotidiano, con su mirada me transmite paz. Cuando acaricia mi panzotota simplemente la vida me cambia y pienso: ¡nunca podría ser más feliz de lo que ya soy!