Toda mi vida pasé convencida que no sabía manejar bici. De pequeña no di una y todos mis intentos se toparon con el suelo o con el poste. Así que desistí: no concebía que algo con dos ruedas mantuviera el equilibrio. Pero en diciembre las nubes se abrieron y con un haz de luz sobre mí, descubrí que era capaz de manejar. El intento no fue curiosidad mía (yo no me lo habría planteado), sino el deseo de animar a Ximena a montar con valentía y aprender aunque según Corominas esté fuera de su período sensitivo.

La Xime es como yo, creo, y no se convence que ese aparato guarde el equilibrio así por así. Fátima más lanzada aprendió en un decir Jesús. En la colonia en la que vivíamos había espacio para bicicletear… mucho, muchísimo espacio. Senderos, bosques, callejuelas. Así que nuestras tardes después de Navidad y los primeros días de enero los recorrimos en dos ruedas. Los más pequeños no alcanzaban los pedales así que yo los llevaba cual carroza. Pero resulta, que teníamos dos bicis pequeñas y viejitas, por las que yo ya no daba ni medio len; pero Renato, hombre de esperanza inquebrantable, las llevó a reparar. Una se salvó y con esa una, Emilio se ha convertido en un Lance Armstrong. 

Desde un inicio, le pidió a Renato que si la reparaban por favor le quitaran las rueditas de atrás para que él aprendiera de verdad, verdad. Y así fue. Minutos necesito el muchachito para dominar el manubrio. Ahora, quiere ir en bici a todas partes. No le importa que en la colonia no haya mayor espacio. 

Uno de estos días de Semana Santa, los llevé al callejón frente a la casa de sus abuelitos y allí se dieron la grande. Anneliese aprendió de una vez por todas. La Fatimilla ya sabía, solo necesitó reconocer el terreno. La Xime sigue sin lanzarse. Emilio ¡ni hablar! Para animar el ambiente, le dije a Emilio que hiciéramos una competencia, pero antes le advertí que tuviera cuidado con una bajadita en la que a mí casi se me para el corazón por la velocidad que agarré. Él, todo fresh, me respondió: «Yo ya la bajé»… 

Bueno la cuestión es que nos colocamos en la línea de meta y en sus marcas, listos fuera: ¡zooom!, salimos. Yo iba detrás de Emilio y  miraba cómo le hacían los piecitos… parecía de esos muñequitos que son compañeros de juego de Ralph el Demoledor.

Ya se ve que es competitivo, porque me chocó con tal que no lo adelantara y se cayó tres veces por loquearse y querer avanzar. Por último, le dije: «Emilio mejor ya no hagamos competencia, solo paseemos». Pero aún así, él quería ganar. Por molestar, lo rebasé y lo pasé tanto que no me di cuenta que ¡se cayó! Yo llegué al final del «paseo» y cuando volteé esperando ver a Emilio a todo vapor en su bici, lo vi que venía corriendo y ¡llorando! Se había caído y yo no me di cuenta… Lo apapaché hasta el fin. Y luego nos fuimos a comprar un helado para todos. 

Soy mamá de seis hijos y directora editorial de Niu. Me confieso como lectora empedernida y genéticamente despistada. Escribo para cerrar mi círculo vital.